Por: Juan Cuvi.
Al
paso que vamos, tendremos que elegir en las urnas a los jueces antes que a los
asambleístas… o que al primer mandatario. Porque, en la práctica, resulta que
un juez de tercer nivel tiene más poder que cualquier función del Estado. No de
otra forma se explica que Jorge Glas haya disfrutado de dos meses de libertad o
que la Asamblea Nacional lleve tres meses congelada.
Echar
mano de la administración de justicia para dirimir los conflictos políticos
adolece de dos errores de fondo. Primero, suponer que las leyes son
intrínsecamente justas; segundo, confiar ciegamente en las supuestas probidad,
imparcialidad y honestidad de los jueces. La historia demuestra precisamente lo
contrario.
Así como
las asambleas constituyentes han sido el antídoto más eficaz para evitar las
guerras civiles o las revoluciones, la judicialización de la política ha sido
el conjuro más eficiente contra el fantasma golpista. Los golpes de Estado son
un acto de fuerza; ergo, definen un hecho político, inclusive yéndose en contra
de las leyes. Los recursos judiciales, en cambio, se van en contra de la política,
porque no reflejan los conflictos de poder concretos que existen en el seno de
la sociedad. No obstante, han servido, al menos hasta ahora, para evitar las
salidas extremas e inconstitucionales al entrampamiento político.
LA
DECISIÓN DE METERLE MANO A LA JUSTICIA –A LA QUE FUERON TAN ADICTOS PRESIDENTES
COMO LEÓN FEBRES CORDERO Y RAFAEL CORREA– TIENE EN REALIDAD UN PROPÓSITO
ULTERIOR: QUE LA JUSTICIA META MANO EN LA POLÍTICA. ES DECIR, QUE LOS GRANDES
CONFLICTOS DE LA SOCIEDAD SE RESUELVAN EN LOS REDUCIDOS FEUDOS JUDICIALES.
En el
fondo, no es más que una estrategia de la clase política para colocarle una
pátina de legalidad a las irregularidades que comete en forma sistemática. La
solución judicial de un enredo político proyecta en la ciudadanía una imagen de
legalidad; al mismo tiempo, protege a futuro a los responsables de cometer
abusos o atropellos. Siempre habrá el argumento de que se actuó apegado a la
ley. De esa forma, una clase política completamente desprestigiada pretende,
vanamente, recuperar la legitimidad perdida en el ejercicio de sus funciones.
La
decisión de meterle mano a la justicia –a la que fueron tan adictos presidentes
como León Febres Cordero y Rafael Correa– tiene en realidad un propósito
ulterior: que la justicia meta mano en la política. Es decir, que los grandes
conflictos de la sociedad se resuelvan en los reducidos feudos judiciales.
Es lo que
durante diez años de correato ocurrió con el movimiento indígena, y lo que
podría ocurrir a futuro. El encarcelamiento de los ocho jóvenes del Movimiento
Guevarista podría apuntar en esa dirección: el hecho refleja una coincidencia
demasiado obvia con el llamado a movilizaciones de la CONAIE y con el clima de
insatisfacción social que empieza a desplegarse por todo el país.
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