Foto de portada: Memorial contra la guerra,
cedida por Mujeres de Frente
Por: Laboratoria – nodo Ecuador
Alianzas feministas contra la militarización de la sociedad. El pasado
martes 9 de enero se desató en Ecuador una situación inaudita: la declaratoria
de “conflicto interno armado” (CIA) por parte del nuevo presidente, el
empresario multimillonario del banano Daniel Noboa. Esta declaratoria se
produce en un contexto de ataques diversos dentro y fuera de las prisiones
(secuestro de personal penitenciario, coches incendiarios, etc.), por parte de
grupos delictivos vinculados al narcotráfico. La escalada culminó ese mismo día
con la entrada de jóvenes armados al canal TC de televisión en Guayaquil; los
jóvenes tomaron rehenes y amedrentaron a los periodistas y al personal de este
medio ante los atónitos ojos de la audiencia nacional e internacional. Antes se
había conocido la fuga de prisión de Fito, líder de la banda Los Choneros, y de
otros jefes; fugas aparentemente desconocidas por parte del gobierno. Ahora el
país se hallaba en guerra.
No obstante, sería
absurdo pensar que se trata de una situación novedosa. Varios elementos han
venido gestándose desde hace tiempo. Entre ellos, la transformación del sistema
penal y carcelario desde el progresismo para acá y su progresivo control por
parte de las bandas; la articulación entre dolarización, blanqueo y actividades
ilícitas y lícitas (como el banano para la exportación, la minería, etc.); los
cambios en el modelo de acumulación y la emergencia de nuevos negocios y
fuentes de financiación alegales; los impactos del conflicto armado y la
“guerra contra las drogas” en Colombia y su afectación transfronteriza racista
en territorios empobrecidos como Esmeraldas, y la relación entre Estado,
fuerzas de seguridad y aparato judicial y la economía delictiva. Estos son tan
sólo algunos ingredientes de un proceso continuo que pone al Ecuador en el mapa
regional y mundial de una economía que hoy desencadena un estado de guerra. Una
guerra que nosotras entendemos como forma de gobierno de y contra la sociedad.
Las masacres al interior de las prisiones, que han registrado alrededor de 500
personas asesinadas entre el 2018 y el 2023, son el resultado de la
fragmentación y enfrentamiento entre bandas por el control territorial. Se trata
de la visualización más perversa de esta guerra, cuyo modelo de “resolución”
halla su respuesta ejemplarizante en El Salvador de Bukele.
Ahora, volviendo al
martes 9, a lo que asistimos durante esa jornada y las que siguen es a la
inoculación de un estado de terror en el conjunto de la población; un estado
claramente inducido por las autoridades y los medios de comunicación. Tras el
vivo de la toma del canal nos hallamos ante la producción deliberada y
amplificada de alarma social. Estampida de gente hacia sus hogares, colapso del
transporte por horas en varias ciudades, cancelación repentina de las clases y
evacuación urgente de los estudiantes, etc.. Las autoridades encierran
nuevamente a la población y televisan el nuevo dispositivo de guerra. El estado
de alarma frente al virus se redirige, en adelante, en términos de guerra
contra el llamado terrorismo de las bandas del narco. Los medios no dan tregua
al momento de alimentar una disposición anímica de animadversión contra
enemigos ubicuos y difusos cuyo rostro regresa una y otra vez sobre los varones
racializados con el que las autoridades llevan años señalando al enemigo. El
campo ha quedado claramente delineado: el Estado versus las mafias, los
ecuatorianos de bien contra delincuentes oscuros y pobres que apenas alcanzan
la mayoría de edad. El contraste entre los operativos armados del Estado y
estos jóvenes escasamente adiestrados no deja de resultar descorazonador.
Asistimos durante esa jornada a la inoculación de un estado de terror en
el conjunto de la población; un estado claramente inducido por las autoridades
y los medios de comunicación.
La presente
redefinición de la situación añade algunos elementos novedosos; ahora las
bandas criminales, cuyo único y último eslabón visible son estos jóvenes, se
transforman en “terroristas”. Se nos dice entonces que estamos en guerra no
contra bandas delictivas, sino contra organizaciones que quieren hacerse con el
control del país por la vía de las armas. Y es esta lectura, a pesar de su
amplia difusión, la que necesitamos poner en cuestión, tal y como está haciendo
mucha gente que no aparece en los noticieros de estos días, entre ellas muchas
personas privadas de la libertad y sus familiares.
Se está discutiendo,
por ejemplo, si esta declaratoria, un paso más respecto a los incontables y
normalizados estados de emergencia que viene padeciendo el país, es correcta.
Dibuja un escenario militarizado que amplía la impunidad del ejército y la
policía, que como sabemos no sólo afecta al listado de “terroristas” de la
declaratoria, a los últimos peldaños de la economía delictiva, sino que tiene
capacidad de aplicarse al margen de cualquier control democrático. Para muchos
juristas, esta redefinición del escenario resulta absurda, pero lo importante
aquí es su productividad política al dar el espaldarazo a los cuerpos de
seguridad del Estado, sobre los que apenas hace unas semanas recaían graves
acusaciones de estar implicados en redes delictivas en las que también
intervienen políticos y operadores de justicia (la “Operación Metástasis” es el
último de una serie de casos). Como hemos visto en apenas unos días, se
legitima la cooperación militar con Israel y Estados Unidos y con ella formas
de injerencia (y negocio) que parecían del pasado y se conectan con una
dinámica de larga data en la región con exponentes tan importantes como
Colombia y México. Los sospechosos e implicados en tramas delictivas desde el
Estado se convierten mediante esta transformación bélica de la escena en
salvadores y ejemplo moral de firmeza y mano dura para la ciudadanía
amedrentada.
Además, el estado de
guerra actual, tal y como se viene gestando, tiene fuertes implicaciones
sociales. Ahora el país se debate entre estos delincuentes devenidos
terroristas y la acción purificada del Estado, reorganizada en torno a un nuevo
consenso sobre su papel represivo. La suspensión de derechos tan elementales
como la protección física, jurídica, de reunión, etc. ya estaba garantizada por
los estados de emergencia previos, la excepción hace tiempo se convirtió en
norma, pero hoy esta norma da carta blanca a incontables abusos televisados.
Entre ellos la propia tortura de las personas privadas de la libertad,
deshumanizadas y visualizadas como enemigas. A día de hoy, los presos, y de
esto tampoco se habla, están denunciando públicamente las condiciones de hambre
y tortura a las que se les está sometiendo en nombre de la seguridad, mientras
en los barrios populares y en general en las ciudades, los sospechosos son
negros, llevan capucha o tatuajes y circulan por donde no deben. La sospecha
relanza un clima de guerra civil que continúa la gestión bélica de los
conflictos en lo cotidiano. Sin duda, esta nueva forma de gobierno como
autoritarismo armado, por no hablar de fascismo, no es exclusiva para Ecuador;
se viene instalando en diversas regiones del mundo como un ataque deliberado a
la democracia.
Es necesario, en estas
coordenadas, explicar que la guerra, en realidad, no es la que nos cuentan,
sino que se libra en otro terreno y enfrenta otros bandos. Las imágenes de los
jóvenes pandilleros empuñando explosivos y armas de forma desorganizada
escenifican hoy lo que Mujeres de Frente llama una “guerra contra los de
abajo”, una guerra que no se libra contra el negocio de la droga, el blanqueo o
el sicariato, con el que las élites políticas y económicas operan, pacta y
negocia sin empacho, con el que confluyen institucionalmente (¿cómo si no se
explica su movilidad, su operatividad territorial?) y transan a través de
intercambios legales y alegales en la producción, la minería, el transporte o
los puertos por los que circulan los contenedores de banano y otras mercancías.
La guerra se libra contra los de abajo, contra los que se ejecuta un castigo
constante y ejemplar, al tiempo que se les emplea como mano de obra. Es sobre
ellos sobre los que se ensayan y se imponen modalidades de disciplina social
que erosionan los vínculos de cooperación que podrían impedir el abuso o el
despojo que comanda el actual modelo de acumulación legal-criminal. El racismo
contra la población empobrecida, su sacrificio a manos del Estado en guerra,
lejos de interrumpir el reclutamiento de esta fuerza de trabajo desechable,
permite difuminar las auténticas estructuras de la economía mafiosa y las
condiciones de subordinación social que ésta precisa.
Esta nueva forma de gobierno como autoritarismo armado, se viene
instalando en diversas regiones del mundo como un ataque deliberado a la
democracia.
Lo que ellos llaman
guerra del Estado contra las mafias, debemos renombrarlo entonces como guerra
racista, guerra contra el pueblo, y guerra preventiva contra quienes se
rebelan, contra quienes denuncian las condiciones de muerte, contra quienes las
sufren en primera línea, guerra que a través de unos se vuelve guerra contra
todos. Atemorizada, encerrada y expuesta a la visualización de operativos
fantasmagóricos y cuerpos negros descartables, la población está lista para los
nuevos proyectos que relanzan la acumulación de las élites y profundizan la
crisis. Mientras desde las casas, mucha gente contempla consternada las
imágenes en bucle de Fito, la toma del canal, los operativos policiales y
militares contra enemigos ubicuos y el rostro de los chicos detenidos, se
afianzan y relanzan leyes y propuestas como la reforma tributaria que exoneran
a las grandes fortunas (en especial la del grupo Noboa), la habilitación de
zonas francas y la precarización laboral, el tanteo para la súbita subida del
IVA, el TLC con China y la transformación del país en área de residuos,
propuestas de privatización, acuerdos de cooperación con potencias armamentistas,
y más y más. La guerra, ya lo ha dicho el presidente en tono jovial, cuesta
dinero y ese dinero ha de salir de alguna parte. La guerra, además de
herramienta de gobierno, abre perspectivas de negocio para las élites que hoy
ocupan el Estado y sus intersticios.
Como feministas,
actoras sociales que ven cómo el punitivismo estatal se ceba en los hijos e
hijas populares, como mujeres conscientes del modo en que este clima de guerra
social sobrecarga y humilla a las familias de quienes engrosan los últimos
peldaños de la lucrativa economía a/legal, como actoras que luchan por la
reproducción social con justicia, feministas que se oponen al racismo con el
que se quiebran los lazos sociales, como activistas que dan cuenta de la
relación entre guerra y violencia machista, no podemos permanecer calladas.
Estamos en guerra, América Latina está en guerra, en El Salvador, Argentina,
Brasil, Perú, México, Guatemala… pero no como nos dice el gobierno o el
neoliberalismo autoritario, sino como arma de aniquilación y sometimiento de la
vida común, como dispositivo de fractura y normalización del sacrificio humano
y natural para el beneficio de los que hoy ocupan el poder y organizan la
acumulación por todos los medios necesarios.
Ni en Gaza, ni en Ecuador, ni en América Latina. ¡Nada para la guerra!
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