Por: Luis Córdova-Alarcón
Ecuador
vive un ciclo macabro. Así lo confirma la última masacre carcelaria en Turi.
Los diagnósticos abundan y las acciones tomadas desde el gobierno son tardías,
insuficientes o erróneas. Como ya ocurrió en las cuatro masacres previas, todos
los dardos apuntan al Estado, pero sus voceros insisten en culpar de la
violencia a los cabecillas de las pandillas carcelarias. Y claro que tienen
responsabilidad, pero hay algo que no cuadra en esa imputación.
Las
masacres carcelarias son actos de violencia organizada. Involucran una
planificación previa que pasa por escoger al objetivo y a los perpetradores,
diseñar un despliegue operativo, contar con las armas necesarias para el acto
sangriento y, sobre todo, saber cuándo ejecutarlo. Nada de esto sería posible
sin la participación criminal de ciertos policías y militares.
La propia
Comisión de Pacificación Penitenciaria creada por el gobierno lo acaba de
denunciar en su informe del 5 de abril: “policías protegen a los líderes de las
bandas en las cárceles”. La comisión de investigación de la FAE acaba de
ratificarlo en su informe sobre el ataque al radar ubicado en el cerro de
Montecristi: concluyeron que “fue un sabotaje”. Hasta el Embajador de EE.UU. ha
señalado la presencia de “narcogenerales” en la fuerza pública ecuatoriana,
dejando entrever que las organizaciones criminales han captado a ciertos
miembros de la alta oficialidad.
Sin
embargo, desde el Estado poco o nada se ha hecho al respecto. Esta inacción
está blindada por un pacto de silencio desde el poder político y económico. Sus
operadores públicos miran con desdén el asesinato de decenas y hasta centenas
de seres humanos en cada masacre. Y han articulado una línea argumental que a
golpe de repetirla va ganando adeptos, aunque carezca de evidencia. Tres
consignas hilvanan el discurso: “Es una guerra entre pandillas”, “se disputan
territorios/cárceles”, “retomaremos el control con más presencia
policial/militar”.
Solo
entonces el ciclo macabro empieza. Primero, con la polarización de la agenda
mediática y gubernamental a favor de la “(in)seguridad”. Lo que contribuye a
disipar la atención sobre otros asuntos de igual o mayor importancia para la
sociedad, dándoles tiempo a los actores políticos en aprietos para reacomodar
sus fichas y tomar oxígeno. Segundo, empoderando a la Policía Nacional y las
Fuerzas Armadas sin que medie una política pública, ni mecanismos de
supervisión y control desde el poder civil. Después de cada masacre ambas
instituciones han ganado influencia, recursos y prebendas. Tercero, creando
globos de ensayo para ladear las críticas y encubrir la impericia política del
gobierno. El último “invento” es la reapertura de La Roca como cárcel de máxima
seguridad para trasladar a los cabecillas. El ciclo se cierra con una nueva
masacre, que llegará cuando el contexto político-criminal así lo exija.
La lógica
política de la violencia criminal es un objeto de estudio relativamente
reciente en la Política Comparada de la región. Las investigaciones más
relevantes en este campo coinciden en tres cosas.
LAS
MASACRES CARCELARIAS SON ACTOS DE VIOLENCIA ORGANIZADA. INVOLUCRAN UNA
PLANIFICACIÓN PREVIA QUE PASA POR ESCOGER AL OBJETIVO Y A LOS PERPETRADORES,
DISEÑAR UN DESPLIEGUE OPERATIVO, CONTAR CON LAS ARMAS NECESARIAS PARA EL ACTO
SANGRIENTO Y, SOBRE TODO, SABER CUÁNDO EJECUTARLO. NADA DE ESTO SERÍA POSIBLE
SIN LA PARTICIPACIÓN CRIMINAL DE CIERTOS POLICÍAS Y MILITARES
En primer
lugar, entre el Estado y las organizaciones criminales nunca habrá una relación
de suma-cero. Su relación es simbiótica; es decir, siendo distintos se
benefician mutuamente en su desarrollo vital. Por eso, expresiones como la del
flamante ministro del Interior, Gral. Patricio Carrillo, carecen de
sustento. “Ellos —dijo hace unos días,
refiriéndose a los cabecillas de las pandillas— han tratado de someterle al
Estado y ahora el Estado es quien debe someterlos”.
En
segundo lugar, estas investigaciones han demostrado que los grupos criminales
también pueden convertirse en actores políticos. Instrumentalizan la violencia
criminal para influir en la formulación de políticas, apelando a los tomadores
de decisión; o para influir en su implementación, cooptando a los agentes del
estado encargados de hacer cumplir la ley.
En este
sentido, no es descabellado pensar que a los verdaderos titiriteros de las
masacres carcelarias les conviene la presencia policial y militar en las
cárceles y en las calles. No solo porque logran mimetizar sus actos delictivos
con los operativos de control, como las famosas requisas. Sino también porque
así justifican el incremento del precio de las mercancías ilícitas que
alimentan sus economías criminales. Como en toda cadena de valor, el costo de
la logística y abastecimiento es directamente proporcional a los riesgos que
conlleva trasladar las mercancías a su destino final.
Por
último, estos estudios constatan que los especialistas en violencia del Estado
—policías y militares— también pueden convertirse en actores
político-criminales. De esto hay tanta evidencia en la región como en el
Ecuador; y, sin embargo, es de lo que menos se habla y a lo que menos se
combate.
Este
“régimen de ignorancia” tejido con la narrativa de la “narcoviolencia” lubrica
un nuevo ciclo macabro, pues alguien se beneficia de las masacres carcelarias y
no son los líderes de las pandillas.
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