Las
Fuerzas Armadas colombianas – militares y policía- nacieron juntas, como
cuerpos bajo las órdenes de caudillos regionales alejados de un orden
institucional democrático, manteniendo su vigencia hasta el día de hoy.
En su
texto “Colombia Laboratorio de Embrujos, democracia y terrorismo de Estado”,
Hernán Calvo Ospina relata que para la organización institucional de la policía
colombiana dentro de una lógica de república democrática, se contrató en 1891
al francés Marcelino Gillbert, pero sus esfuerzos fueron inútiles pues no logró
acabar con la injerencia de los militares y menos de los políticos en la
organización policial. Ni se hizo caso a su pedido de reclutar solo a quienes
supieran leer, escribir y no tuvieran antecedentes penales. Con la renuncia del
francés, para complacencia de los dirigentes políticos regionales, el cuerpo de
policía continuó estando bajo el mando militar y no sólo eso, amparado bajo el
Fuero Militar creado por la Constitución de 1886 para evitar que los posibles
delitos cometidos por las fuerzas armadas sean juzgados por la justicia
ordinaria. A la fecha esta disposición sigue vigente, lo que ha servido de
burla a la justicia, dotando de impunidad los crímenes de Estado.
Es así
como en la actualidad la Policía Nacional que en su naturaleza debe ser un
cuerpo civil para la protección de la ciudadanía, se encuentra bajo la orden
del Ministerio de Defensa. Esto, sumado a la condición de conflicto armado
interno que pervive en el país y la marcada doctrina del enemigo interno que ha
orientado el accionar de las Fuerzas Armadas colombianas, se convierte en una
preocupación profunda para la defensa y garantía de los derechos humanos
civiles y políticos en el país.
Planteado
lo anterior, no es de extrañar la exagerada dotación armamentista con la que
cuentan los oficiales de esta institución civil, el uso de fusiles de largo
alcance por policías motorizados y la flagrante violación del Derecho
Internacional Humanitario con el patrullaje, vigilancia y control de la
ciudadanía, coordinado entre la Policía Nacional y el ejército en lógica de
confrontación y ataque a la movilización social.
Ahora
bien, el legado de obediencia al caudillo alejado del orden democrático se ve
reflejando hoy en la probada convivencia de la Policía Nacional con grupos
ilegales al servicio de suprapoderes de horror, al que me referí en un anterior
escrito. Según la declaración del paramilitar Francisco Villalva Hernández ante
la Fiscalía General de la Nación en Febrero de 1999 : “Cuando íbamos a hacer
alguna masacre, se coordinaba con el ejército y la policía de donde fuéramos”.
No
resulta lógico entonces plantear que el asesinato del abogado Javier Ordoñez a
manos de la policía el 8 de septiembre, y los ocurridos durante las manifestaciones
de protesta del 9 de septiembre, sean atribuidos a la responsabilidad
individual de “unas manzanas podridas”, sin cuestionar estructuralmente la
forma en la que se ha erigido la institución policial en Colombia.
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