Por:
Alejandro Salazar
Como sociedad nos
enfrentamos sin duda a una coyuntura compleja en varios sentidos. La pandemia y
sus subsecuentes efectos nos obligan, de una u otra forma, a repensar la lógica
de funcionamiento no solo individual sino colectiva.
Nosotros,
sociedades del tercer mundo, atravesadas históricamente por los efectos de un
sistema jerárquico y despiadado, hemos tenido que lidiar, en el devenir de la
construcción de nuestros procesos civilizatorios, con los vicios y virtudes propios
de un sistema de acumulación y gestión social que prioriza la riqueza por sobre
la vida.
La
premisa del capitalismo depredador es producir, a cualquier costo, bajo
cualquier circunstancia; para conseguir que esta máxima salte de la palabra al
acto es preciso que cuente con individuos, con personas dispuesta a llevarla a
cabo sin reparo alguno. Sin embargo, no son sólo las élites las que mueven los
hilos y las que se prestan de títeres, quienes ponen en acción la maquinaria
del sistema de la gran empresa.Estas cuentan con la valiosa complicidad de
cientos, miles y millones de sujetos que, a diario, y desde la pobreza, no solo
defienden las manos de quienes con su látigo los azotan, sino que también
construyen entusiastas los cueros del látigo.
El
capitalismo para funcionar no sólo requiere una maquinaria jurídica y económica
que le permita desplegar su actividad depredadora de la vida, sino también, y
por sobre todo, requiere personas con una construcción antropológica bastante
específica, que internalicen como suyos propias las normas y principios morales
del sistema que los engendro. Requiere en palabras simples nos sólo de la
fuerza de las personas, sino también de sus mentes y de sus almas.
A
la luz de estos requerimientos es que las sociedades que -con pueril desamparo-
se han entregado al capital, encuentran en su seno todo tipo de “monstruosas
actitudes” que atentan contra los valores de cualquier “persona de bien”.
La
compleja situación por la que atraviesa el país, la inminente crisis económica,
la debacle social y la completa perdida de legitimidad de los espacios de
ejercicio de la política nos sitúan en un escenario sin duda complejo, del cual
resultará difícil salir si no encontramos alternativas que logren superar los
vicios de un sistema democrático resquebrajado y carente de autoridad y
capacidad para procesar las demandas y necesidades inmediatas de quienes nos
hallamos bajo su yugo.
Y
es que los escandalosos actos de corrupción, sistemática y cínica, pululan en
el país. Vemos con indignación cómo en medio de una emergencia sanitaria, los
hospitales se han vuelto negocios para lavar activos y sustraer fondos del
menguante erario público. Somos testigos de cómo el nepotismo está a la orden
del día, nos impactamos ante una justicia impávida que poco o nada hace ante
los evidentes desfalcos de fondos públicos. Por mencionar el más reciente
escándalo, ahora presenciamos la bajeza en su máxima expresión, al develarse
como varios funcionarios públicos de alto nivel se aprovechan infames de los
beneficios tributarios que rigen para las personas con capacidades especiales,
a través de las dolosas adquisiciones de documentos que los certifican como
tal.
Sentimos
que todo sentido de moral se ha esfumado de la política. Sin embargo, este
sentir recae en un error categórico. La moral está muy presente en todos estos
actos de corrupción descarada, una moral muy específica y bien construida. La
moral del capital y la libre empresa es la que rige en la política de este
país, y sus lacayos en las diferentes esferas y espacios del gobierno no hacen
sino actuar fieles a sus mandatos.
Pedir,
exigir o siquiera esperar justicia en la dictadura del capital es una tremenda
ingenuidad. La doctrina neoliberal que se ha enquistado en la política
ecuatoriana desde hace un par de años atrás, deja ver sus amargos frutos.
Bajo
el mandato del dinero, no importa hacer harina del resto para amasar una
fortuna, y los asambleístas y demás funcionarios han tomado al pie de la letra
esta máxima. No es que no tengan moral, es que la tienen, pero no es una moral
que se orienta al beneficio de las grandes mayorías, sino a satisfacer la
necesidad de poseer riqueza, sin importar los medios. El país tiene moral, la
moral que desarrolla el neoliberalismo.
Sin
embargo, la situación es a todas luces un tanto más compleja que solo apuntar a
una moral pútrida desarrollada por una doctrina inhumana. La cooptación
sistémica de todos los ámbitos de control en el país en nombre del beneficio de
las minorías es lo que permite que actos de corrupción tales sean cometidos de
forma sistemática, masiva, e impune.
La
alternativa frente a esta situación no recae en exigir un sistema punitivo que
purgue y haga pagar con la vida a los corruptos. Pasa por comprender que el
sistema capital, y la doctrina neoliberal que permite su desarrollo son la
corrupción en sí. No podemos exigir cambios en un sistema que basa su accionar
en la competencia y no la cooperación.
La
única salida, por utópica que suene, está en construir de a poco nuevas formas
de relacionarse entre nosotros, formas que privilegien la vida por sobre la
riqueza, que desarrollen la cooperación por sobre la competencia, que en
síntesis, favorezcan a la construcción de una nueva moral en la que todas y
todos quepamos por igual.
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