AZUAY –
CUENCA.- En Ecuador la resistencia indígena y popular a la minería se ha
convertido en el principal movimiento social, protagonizado por indígenas y
mujeres, que ponen en cuestión las consecuencias socio-ambientales de los
mega-emprendimientos. Están cosechando victorias tan importantes que las
colocan en el centro del escenario político.
“Sin las mujeres no habría resistencia a la
minería, ni movimiento social”, enfatiza uno de los mayores de la ronda, que va
creciendo alrededor del fogón donde se cocinan empanadas. El fuego arde pegado
al camino de tierra que conduce a la mina Rio Blanco, donde la comunidad San
Pedro de Yumate mantiene un bloqueo permanente al paso de maquinaria y
vehículos de la empresa.
La treintena de personas que integramos la ronda, a
casi tres mil metros de altura rodeados por un bosque húmedo semitropical,
estamos distribuidos de forma asimétrica. En una punta los varones, hablamos,
analizamos, y seguimos hablando. En tanto, las mujeres, la mayoría del grupo,
se afanan en torno al fogón armando empanadas de queso y banano, dorándolas
sobre el aceite y disponiendo los trastos para que podamos comer y beber.
Adornando las construcciones donde se cobijan los
comuneros de la lluvia y el frío, destacan grandes murales multicolores y una
pintada que reza “¡Fuera chinos!”. Una casilla y una barrera de control
completan el cierre del camino. “Este lugar nació el 8 de mayo de 2018, cuando
las comunidades de la zona se organizaron para quemar el campamento”, explica
Paul, 27 años, luciendo una sonrisa tan estridente como su sombrero rojo.
Yumate pertenece a la parroquia de Molleturo, de
unos 15 mil habitantes, centro de la región que incluye 72 comunidades. “El
levantamiento lo hicieron unas 30 comunidades y todo empezó hace muchos años
por un grupo de mujeres que se llaman pachamamas, campesinas mayores de la
parroquia”, explica Klever, otro joven que se regocija relatando su historia.
CHINOS CONTRA EL PÁRAMO. “4.000 m.s.n.m.” advierte
un cartel instalado en el punto más alto de la carretera que conduce de Cuenca
hasta Guayaquil, en un punto que llaman Tres Cruces. Todo el camino es cuesta
arriba por una excelente carretera que atraviesa el Parque Nacional de Cajas,
un enorme macizo de páramo que, como dicen los comuneros, es una verdadera
fábrica de agua. Por cierto, el agua de la colonial Cuenca (medio millón de
habitantes) es pura, cristalina y potable, algo ya casi imposible en las
ciudades latinoamericanas.
El recorrido de una hora se hace demasiado corto.
Decenas de cataratas caen a la vera del camino, otras tantas se observan a la
distancia, desplomándose de las montañas verticales donde sólo acceden cóndores
y halcones, y se esconden lagos glaciares y hasta mil fuentes de agua. Gloria
tiene un pequeño restaurante cerca de Tres Cruces y conoce el páramo desde hace
tres décadas. “El parque tiene unas 280 lagunas, pero hace tres años
militarizaron toda la región”, se queja, “por la cuestión de la minería”.
El “control comunitario” para impedir el tránsito
queda bastante más abajo, cuando la serranía se trasmuta en selva de altura y
aparecen las frutas, los plátanos y los castaños, donde las petulantes
orquídeas y las bromelias altaneras pavonean sus colores. “Aquí pasaban unas 20
volquetas cada día, que nos robaron 330 toneladas de minerales”, insiste Paul
debajo de un pocho demasiado holgado.
La minera Rio Blanco debería ser una anomalía en
Ecuador, después que el Mandato Constituyente de 2008, o Mandato Minero,
ordenara dejar sin efecto las concesiones que afectan fuentes de agua y zonas
protegidas. Sin embargo, entre 2016 y 2017 el gobierno de Rafael Correa anunció
la reapertura del catastro minero con concesiones por casi tres millones de
hectáreas, lo que representa el once pro ciento de territorio nacional.
Una doble anomalía, si se quiere, porque el
referéndum convocado por el actual presidente, Lenin Moreno, en febrero de
2018, incluyó una pregunta sobre la prohibición de la minería metálica “en
áreas protegidas, zonas intangibles y centros urbanos”, que fue respondida
afirmativamente por el 68 por ciento de los votantes.
Pese a todo, la minería es una realidad
omnipresente. En 2017 Ecuador ganó dos premios internacionales, concedidos por
fundaciones mineras, como “Mejor País en Desarrollo Minero” y “País más
Innovador” en esa área. La provincia de Azuay, en el sur, cuya capital es
Cuenca, se lleva la palma de la resistencia a estos proyectos: “Las comunidades
de Kimsacocha y Río Blanco llevan ya una década resistiendo a la minería”,
explica la economista Nataly Torres, que integra el Colectivo de Geografía
Crítica.
Ambas minas están localizadas en áreas protegidas,
donde nacen cinco ríos que riegan la provincia. Los dos proyectos pretenden
extraer oro. En 2013, Río Blanco fue adquirida por Ecuagoldmining,
perteneciente al consorcio chino Junefield. El dragón es el mayor inversor en
minería en Ecuador, superando a Canadá que tiende a distanciar sus inversiones.
Según la socióloga Lina Solano, de la Universidad
de Cuenca, en la región del Cajas se registran los mismos impactos negativos
que conlleva la minería en toda América Latina: vulneración de los derechos
humanos, militarización, criminalización de la protesta, división de las
comunidades y pesadas consecuencias ambientales.
TRIUNFOS QUE ANIMAN. En agosto de 2018 la Corte
Provincial de Azuay dictaminó la suspensión del proyecto Río Blanco, que
entraba en la etapa de explotación. La justicia contempló la petición de
medidas de protección interpuestas por los habitantes de la parroquia de
Molleturo. Pero no llegaron a esta instancia sólo mediante el papeleo judicial,
sino a través de una larga pelea casa por casa y persona por persona.
“En 2017 se hizo el primer paro de la comunidad de
Río Banco”, relata Paul. “Pero vimos que la empresa compraba a los dirigentes,
porque había una conciencia de que esta lucha era similar a la que se hace por
los derechos laborales, que siempre termina en negociación y acuerdo”. Cuando
asumieron esa realidad, tomaron otro camino. Lo primero fue apostarle a las
mujeres mayores y a la naturaleza.
“De noche marchaba con mi amigo Ismael a escuchar
las lagunas, desafiando el frío tremendo, hasta que las lagunas nos empezaron a
hablar”, sigue Paul, golpeando el poncho como para sacarse el frío. “Tenía 23
años y cuando regresé a mi casa, no sé porqué, me puse a escuchar una grabación
que se llama ´Entre la luz y la sombra´, que después supe era del subcomandante
Marcos”. Descerraja una sonrisa traviesa, pero no para de hablar, repitiendo
como un mantra la palabra “autonomía”.
“Durante año y medio un pequeño grupo nos dedicamos
a caminar y recorrer las comunidades, golpeando puertas, hablando con cada
familia sobre lo que se nos venía con la minera”. Descubrieron que era el modo
de establecer lazos de confianza para proseguir la resistencia, en base a relaciones
cara a cara, sin representantes que luego se venden. De alguna manera, es la
forma de recrear la construcción de comunidad, una tradición que todos respetan
y con la que se identifican.
Cuando decidieron quemar el campamento, “una acción
colectiva sin heridos ni muertos”, las mujeres ocuparon la primera fila,
arrostraron a los policías que protegían el campamento y que pronto desistieron
ante la firmeza femenina. “Nadie en sus casas”, era la consigna, y pasaron tres
días en el monte hasta que los mandos militares aplacaron la rabia.
Están convencidos que las comunidades tomaron la
decisión, extraordinaria en sus vidas, cuando comprobaron que era verdad, que
el agua de las lagunas estaba cambiando por la mina. “La naturaleza es muy
potente”, sentencia Daniel, el único varón que colabora con las empanadas,
quizá por su especial sensibilidad de músico pelilargo.
Ahora que la mina está parcialmente detenida,
aunque la empresa construyó otro acceso algo más abajo, han decidido construir
porque, dicen, no pueden sostenerse sólo en base a resistir. En setiembre
inauguran el primer “colegio autónomo”, en Río Blanco, con docentes voluntarios
de la ciudad, porque “ellos usaban las escuelas como centro de adoctrinamiento
minero”.
Saben que las cosas van para largo, porque la
minera de Río Blanco está entre los cinco proyectos estratégicos definidos por
el Estado ecuatoriano. De modo que sienten la paralización como algo
momentáneo, que se levantará apenas bajen los brazos. Además de la escuela
decidieron crear una huerta comunitaria, que les permita mantener el espíritu
colectivo, además de iniciar el larguísimo camino hacia la soberanía
alimentaria.
AMAS DE CASA
Y COMADRONAS. “Ya no confiamos en los hombres”, escupe Yoana, 20 años,
mientras aparta a la pequeña que quiere trepar, una vez más, sobre la espalda
de la madre. El veterano Manuel Huamán recoge el desafío frunciendo los
pliegues de su frente: “El valor más grande en la organización son las mujeres.
Nosotros vamos atrasito nomás”.
Todos han podido comprobar que cuando las papas
queman, cuando los militares apuntan, ellas siguen firmes. Alguien vuelve a
mentar a las “pachamamas”, un nombre casi mítico, para explicar la fuerza
inquebrantable de las mujeres. Daniel, el músico, explica: “La clave son las comadronas.
Mi abuela era comadrona y puedo decirte que tienen una gran autoridad simbólica
y lazos muy fuertes con los que ayudaron a nacer”.
Luego destaca que las pachamamas empezaron hace 23
años, explicando en voz baja los daños que provocaría la minería al bien más
apreciado, el agua. Se puede decir entonces que el movimiento ha nacido
gradualmente, desde los vientres de las personas, alimentadas con esa agua
fresca y cristalina que baja del páramo.
La creación del Frente de Mujeres Defensoras de la
Pachamama, en 2008, con mujeres de las parroquias afectadas por la minería en
la región del Cajas: Tarqui, Victoria del Portete y Molleteuro, y algunas que
llegaron de la ciudad de Cuenca. Muchas se habían conocido años antes en la
Coordinadora Nacional por la Defensa de la Vida y la Soberanía, en tiempos de
Correa, cuando arreciaba la represión y se multiplicaban las inversiones
chinas.
La socióloga Solano asegura que el protagonismo
femenino en todas las resistencias mineras, puede explicarse por “el rol que
tienen en las familias y las comunidades como guardianas de la reproducción”.
La posición social de las mujeres, enfatiza, les permite una comprensión de las
necesidades para la supervivencia. “Cuando las fuentes de agua son afectadas,
ellas deben recorrer largas distancias para abastecerse, lo que aumenta su
carga de trabajo”. Además, las mineras casi no emplean mujeres, salvo para
limpieza y cocina.
En la investigación para su tesis de maestría,
Solano recoge testimonios de mujeres originarias sobre persecuciones policiales
y enjuiciamientos, tanto de las pachamamas como del Frente de Mujeres
Guardianas de la Amazonía., casi todas sin la menor experiencia organizativa
previa.
“Nuestra niñez era el agua, lo más era el agua del
rio que corría…”, recuerda Francisca, de 70 años.
“Era maravilloso…comíamos agua de los pozos, íbamos
a bañar en el río, el agua del río traíamos, cargábamos en los cántaros…era una
vida muy bonita”, exclama Isaura, de 72, ambas de comunidades rurales de Tarqui
y Victoria de Portete.
Cuando los citadinos decimos “el agua es vida”,
formulamos un eslogan abstracto, como tantos otros. Para las comuneras, en
cambio, es la vida misma. El agua es sujeto de sus vidas, como el páramo y las
cumbres nevadas, las plantas y los animales. Quizá por eso los liderazgos
colectivos surgen de modo natural, como los manantiales, pasando por el costado
de egos y protagonismos, tan propios del mundo de los varones.
En una esquina de la ronda, mamá Laureana, en
silencio, no pierde detalle de los diálogos. A sus 76 años, es una de las
comadronas más experimentadas de la parroquia. Responde con un susurro,
diciendo que ayudó a nacer en unos 200 partos. Lo dice sin el menor atisbo de
vanidad, como si fuera la tarea que le deparó la vida. Debe ser la forma de sentir
el Sumak Kawsay, el Buen Vivir como le llamamos los blancos. Vida sencilla, con
la naturaleza, de modo que cada actividad contribuya a reproducir la existencia
colectiva.
DE LA BARRICADA AL PODER. La nutrida asamblea en
Victoria del Portete, donde los vecinos resistían la mina Kimsacocha, era
presidida desde un elevado balcón por un grupo de comuneros entre los que
destacaba, alto y erguido, Carlos Pérez Guartambel. Abogado y miembro de la
organización de los kichwa de la sierra, Ecuarunari, que presidió entre 2013 y
2019, en el momento de mayor confrontación con el presidente Rafael Correa.
Se especializó en “justicia indígena” publicando un
grueso volumen con ese título. El encabezar las movilizaciones comunitarias
contra la minería, le valió la acusación de “terrorismo” por parte del gobierno
de Correa, por “obstaculización de vías públicas”. Nos conocimos en el
Encuentro Continental por el Agua y la Pachamama, en 2011 en Cuenca, que
pretendió coordinar las resistencias de la región. En la apertura lanzó un
mensaje radical: “El mismo discurso de las multinacionales de una minería
sustentable y responsable, lo repiten Rafael Correa en Ecuador, Juan Manuel
Santos en Colombia, Alan García en Perú. Ni Chávez se salva”.
Ganó las elecciones provinciales y en mayo asumió
la gobernación de Azuay, haciendo pedazos los pronósticos de las encuestas que
pronosticaban el triunfo de políticos tradicionales, y se convirtió en el
primer prefecto indígena de la provincia. Antes de dar ese paso, cambió su
nombre por Yaku (agua el quechua). El diario local, El Mercurio, asegura que
“las líneas discursivas de Yaku calaron profundo tanto en redes sociales como
en la esfera pública a través de su austera, pero efectiva campaña”.
Los medios destacan su sencillez, que se moviliza
en bicicleta y se ocupa de los problemas rurales, que nadie tiene entre sus
prioridades. Recuerdo que en su apasionada defensa del agua, dijo que la
realizan “sobre todo las mujeres indígenas que son la clave de esta
resistencia”. Agregó algo más que quedó flotando en el aire, en referencia a
los objetivos de su pueblo: “Caminamos en las huellas de nuestros antepasados”.
Es probable que la rúbrica definitoria de su
gestión, sea la convocatoria de una consulta provincial para frenar la minería
metálica en la provincia. Como las instituciones son reacias, a principios de
agosto Yaku anunció una minga para recolectar las 65.000 firmas necesarias, es
decir el 10 por ciento del padrón electoral de Azuay. Ya hubo un referendo en
marzo en su región, Kimsacocha, con un resultado abrumador: el 86 pro ciento de
los 15 mil vecinos dijeron no a la mina,
Pese a todo, en los movimientos de base y en las
comunidades afectadas por la minería predomina el escepticismo sobre el alcance
de cualquier gestión institucional, aún la que ejercen personas como Yaku,
surgido del corazón de los movimientos. Cinco siglos aconsejan prudencia y los
previenen de cualquier entusiasmo, sobre todo después de experimentar la
“revolución ciudadana” correísta, que para muchas comunidades fue más de lo
mismo: minería y militares.
Esas mujeres atesoran la memoria colectiva que
fluye entre cocinas y chacras, desde las Laureanas hasta las Yoanas; estarán
allí, como siempre, atentas y vigilantes, a veces en silencio y otras poniendo
el cuerpo, para asegurar que la vida siga siendo vida, o sea pachamama, a pesar
de los pesares.
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