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jueves, 15 de agosto de 2019

DEFENSORAS DE LA PACHAMAMA

AZUAY – CUENCA.- En Ecuador la resistencia indígena y popular a la minería se ha convertido en el principal movimiento social, protagonizado por indígenas y mujeres, que ponen en cuestión las consecuencias socio-ambientales de los mega-emprendimientos. Están cosechando victorias tan importantes que las colocan en el centro del escenario político.

“Sin las mujeres no habría resistencia a la minería, ni movimiento social”, enfatiza uno de los mayores de la ronda, que va creciendo alrededor del fogón donde se cocinan empanadas. El fuego arde pegado al camino de tierra que conduce a la mina Rio Blanco, donde la comunidad San Pedro de Yumate mantiene un bloqueo permanente al paso de maquinaria y vehículos de la empresa.

La treintena de personas que integramos la ronda, a casi tres mil metros de altura rodeados por un bosque húmedo semitropical, estamos distribuidos de forma asimétrica. En una punta los varones, hablamos, analizamos, y seguimos hablando. En tanto, las mujeres, la mayoría del grupo, se afanan en torno al fogón armando empanadas de queso y banano, dorándolas sobre el aceite y disponiendo los trastos para que podamos comer y beber.

Adornando las construcciones donde se cobijan los comuneros de la lluvia y el frío, destacan grandes murales multicolores y una pintada que reza “¡Fuera chinos!”. Una casilla y una barrera de control completan el cierre del camino. “Este lugar nació el 8 de mayo de 2018, cuando las comunidades de la zona se organizaron para quemar el campamento”, explica Paul, 27 años, luciendo una sonrisa tan estridente como su sombrero rojo.

Yumate pertenece a la parroquia de Molleturo, de unos 15 mil habitantes, centro de la región que incluye 72 comunidades. “El levantamiento lo hicieron unas 30 comunidades y todo empezó hace muchos años por un grupo de mujeres que se llaman pachamamas, campesinas mayores de la parroquia”, explica Klever, otro joven que se regocija relatando su historia.

CHINOS CONTRA EL PÁRAMO. “4.000 m.s.n.m.” advierte un cartel instalado en el punto más alto de la carretera que conduce de Cuenca hasta Guayaquil, en un punto que llaman Tres Cruces. Todo el camino es cuesta arriba por una excelente carretera que atraviesa el Parque Nacional de Cajas, un enorme macizo de páramo que, como dicen los comuneros, es una verdadera fábrica de agua. Por cierto, el agua de la colonial Cuenca (medio millón de habitantes) es pura, cristalina y potable, algo ya casi imposible en las ciudades latinoamericanas.

El recorrido de una hora se hace demasiado corto. Decenas de cataratas caen a la vera del camino, otras tantas se observan a la distancia, desplomándose de las montañas verticales donde sólo acceden cóndores y halcones, y se esconden lagos glaciares y hasta mil fuentes de agua. Gloria tiene un pequeño restaurante cerca de Tres Cruces y conoce el páramo desde hace tres décadas. “El parque tiene unas 280 lagunas, pero hace tres años militarizaron toda la región”, se queja, “por la cuestión de la minería”.

El “control comunitario” para impedir el tránsito queda bastante más abajo, cuando la serranía se trasmuta en selva de altura y aparecen las frutas, los plátanos y los castaños, donde las petulantes orquídeas y las bromelias altaneras pavonean sus colores. “Aquí pasaban unas 20 volquetas cada día, que nos robaron 330 toneladas de minerales”, insiste Paul debajo de un pocho demasiado holgado.

La minera Rio Blanco debería ser una anomalía en Ecuador, después que el Mandato Constituyente de 2008, o Mandato Minero, ordenara dejar sin efecto las concesiones que afectan fuentes de agua y zonas protegidas. Sin embargo, entre 2016 y 2017 el gobierno de Rafael Correa anunció la reapertura del catastro minero con concesiones por casi tres millones de hectáreas, lo que representa el once pro ciento de territorio nacional.

Una doble anomalía, si se quiere, porque el referéndum convocado por el actual presidente, Lenin Moreno, en febrero de 2018, incluyó una pregunta sobre la prohibición de la minería metálica “en áreas protegidas, zonas intangibles y centros urbanos”, que fue respondida afirmativamente por el 68 por ciento de los votantes.

Pese a todo, la minería es una realidad omnipresente. En 2017 Ecuador ganó dos premios internacionales, concedidos por fundaciones mineras, como “Mejor País en Desarrollo Minero” y “País más Innovador” en esa área. La provincia de Azuay, en el sur, cuya capital es Cuenca, se lleva la palma de la resistencia a estos proyectos: “Las comunidades de Kimsacocha y Río Blanco llevan ya una década resistiendo a la minería”, explica la economista Nataly Torres, que integra el Colectivo de Geografía Crítica.

Ambas minas están localizadas en áreas protegidas, donde nacen cinco ríos que riegan la provincia. Los dos proyectos pretenden extraer oro. En 2013, Río Blanco fue adquirida por Ecuagoldmining, perteneciente al consorcio chino Junefield. El dragón es el mayor inversor en minería en Ecuador, superando a Canadá que tiende a distanciar sus inversiones.

Según la socióloga Lina Solano, de la Universidad de Cuenca, en la región del Cajas se registran los mismos impactos negativos que conlleva la minería en toda América Latina: vulneración de los derechos humanos, militarización, criminalización de la protesta, división de las comunidades y pesadas consecuencias ambientales.

TRIUNFOS QUE ANIMAN. En agosto de 2018 la Corte Provincial de Azuay dictaminó la suspensión del proyecto Río Blanco, que entraba en la etapa de explotación. La justicia contempló la petición de medidas de protección interpuestas por los habitantes de la parroquia de Molleturo. Pero no llegaron a esta instancia sólo mediante el papeleo judicial, sino a través de una larga pelea casa por casa y persona por persona.

“En 2017 se hizo el primer paro de la comunidad de Río Banco”, relata Paul. “Pero vimos que la empresa compraba a los dirigentes, porque había una conciencia de que esta lucha era similar a la que se hace por los derechos laborales, que siempre termina en negociación y acuerdo”. Cuando asumieron esa realidad, tomaron otro camino. Lo primero fue apostarle a las mujeres mayores y a la naturaleza.

“De noche marchaba con mi amigo Ismael a escuchar las lagunas, desafiando el frío tremendo, hasta que las lagunas nos empezaron a hablar”, sigue Paul, golpeando el poncho como para sacarse el frío. “Tenía 23 años y cuando regresé a mi casa, no sé porqué, me puse a escuchar una grabación que se llama ´Entre la luz y la sombra´, que después supe era del subcomandante Marcos”. Descerraja una sonrisa traviesa, pero no para de hablar, repitiendo como un mantra la palabra “autonomía”.

“Durante año y medio un pequeño grupo nos dedicamos a caminar y recorrer las comunidades, golpeando puertas, hablando con cada familia sobre lo que se nos venía con la minera”. Descubrieron que era el modo de establecer lazos de confianza para proseguir la resistencia, en base a relaciones cara a cara, sin representantes que luego se venden. De alguna manera, es la forma de recrear la construcción de comunidad, una tradición que todos respetan y con la que se identifican.

Cuando decidieron quemar el campamento, “una acción colectiva sin heridos ni muertos”, las mujeres ocuparon la primera fila, arrostraron a los policías que protegían el campamento y que pronto desistieron ante la firmeza femenina. “Nadie en sus casas”, era la consigna, y pasaron tres días en el monte hasta que los mandos militares aplacaron la rabia.

Están convencidos que las comunidades tomaron la decisión, extraordinaria en sus vidas, cuando comprobaron que era verdad, que el agua de las lagunas estaba cambiando por la mina. “La naturaleza es muy potente”, sentencia Daniel, el único varón que colabora con las empanadas, quizá por su especial sensibilidad de músico pelilargo.

Ahora que la mina está parcialmente detenida, aunque la empresa construyó otro acceso algo más abajo, han decidido construir porque, dicen, no pueden sostenerse sólo en base a resistir. En setiembre inauguran el primer “colegio autónomo”, en Río Blanco, con docentes voluntarios de la ciudad, porque “ellos usaban las escuelas como centro de adoctrinamiento minero”.

Saben que las cosas van para largo, porque la minera de Río Blanco está entre los cinco proyectos estratégicos definidos por el Estado ecuatoriano. De modo que sienten la paralización como algo momentáneo, que se levantará apenas bajen los brazos. Además de la escuela decidieron crear una huerta comunitaria, que les permita mantener el espíritu colectivo, además de iniciar el larguísimo camino hacia la soberanía alimentaria.

AMAS DE CASA Y COMADRONAS. “Ya no confiamos en los hombres”, escupe Yoana, 20 años, mientras aparta a la pequeña que quiere trepar, una vez más, sobre la espalda de la madre. El veterano Manuel Huamán recoge el desafío frunciendo los pliegues de su frente: “El valor más grande en la organización son las mujeres. Nosotros vamos atrasito nomás”.

Todos han podido comprobar que cuando las papas queman, cuando los militares apuntan, ellas siguen firmes. Alguien vuelve a mentar a las “pachamamas”, un nombre casi mítico, para explicar la fuerza inquebrantable de las mujeres. Daniel, el músico, explica: “La clave son las comadronas. Mi abuela era comadrona y puedo decirte que tienen una gran autoridad simbólica y lazos muy fuertes con los que ayudaron a nacer”.

Luego destaca que las pachamamas empezaron hace 23 años, explicando en voz baja los daños que provocaría la minería al bien más apreciado, el agua. Se puede decir entonces que el movimiento ha nacido gradualmente, desde los vientres de las personas, alimentadas con esa agua fresca y cristalina que baja del páramo.

La creación del Frente de Mujeres Defensoras de la Pachamama, en 2008, con mujeres de las parroquias afectadas por la minería en la región del Cajas: Tarqui, Victoria del Portete y Molleteuro, y algunas que llegaron de la ciudad de Cuenca. Muchas se habían conocido años antes en la Coordinadora Nacional por la Defensa de la Vida y la Soberanía, en tiempos de Correa, cuando arreciaba la represión y se multiplicaban las inversiones chinas.

La socióloga Solano asegura que el protagonismo femenino en todas las resistencias mineras, puede explicarse por “el rol que tienen en las familias y las comunidades como guardianas de la reproducción”. La posición social de las mujeres, enfatiza, les permite una comprensión de las necesidades para la supervivencia. “Cuando las fuentes de agua son afectadas, ellas deben recorrer largas distancias para abastecerse, lo que aumenta su carga de trabajo”. Además, las mineras casi no emplean mujeres, salvo para limpieza y cocina.

En la investigación para su tesis de maestría, Solano recoge testimonios de mujeres originarias sobre persecuciones policiales y enjuiciamientos, tanto de las pachamamas como del Frente de Mujeres Guardianas de la Amazonía., casi todas sin la menor experiencia organizativa previa.

“Nuestra niñez era el agua, lo más era el agua del rio que corría…”, recuerda Francisca, de 70 años.

“Era maravilloso…comíamos agua de los pozos, íbamos a bañar en el río, el agua del río traíamos, cargábamos en los cántaros…era una vida muy bonita”, exclama Isaura, de 72, ambas de comunidades rurales de Tarqui y Victoria de Portete.

Cuando los citadinos decimos “el agua es vida”, formulamos un eslogan abstracto, como tantos otros. Para las comuneras, en cambio, es la vida misma. El agua es sujeto de sus vidas, como el páramo y las cumbres nevadas, las plantas y los animales. Quizá por eso los liderazgos colectivos surgen de modo natural, como los manantiales, pasando por el costado de egos y protagonismos, tan propios del mundo de los varones.

En una esquina de la ronda, mamá Laureana, en silencio, no pierde detalle de los diálogos. A sus 76 años, es una de las comadronas más experimentadas de la parroquia. Responde con un susurro, diciendo que ayudó a nacer en unos 200 partos. Lo dice sin el menor atisbo de vanidad, como si fuera la tarea que le deparó la vida. Debe ser la forma de sentir el Sumak Kawsay, el Buen Vivir como le llamamos los blancos. Vida sencilla, con la naturaleza, de modo que cada actividad contribuya a reproducir la existencia colectiva.

DE LA BARRICADA AL PODER. La nutrida asamblea en Victoria del Portete, donde los vecinos resistían la mina Kimsacocha, era presidida desde un elevado balcón por un grupo de comuneros entre los que destacaba, alto y erguido, Carlos Pérez Guartambel. Abogado y miembro de la organización de los kichwa de la sierra, Ecuarunari, que presidió entre 2013 y 2019, en el momento de mayor confrontación con el presidente Rafael Correa.

Se especializó en “justicia indígena” publicando un grueso volumen con ese título. El encabezar las movilizaciones comunitarias contra la minería, le valió la acusación de “terrorismo” por parte del gobierno de Correa, por “obstaculización de vías públicas”. Nos conocimos en el Encuentro Continental por el Agua y la Pachamama, en 2011 en Cuenca, que pretendió coordinar las resistencias de la región. En la apertura lanzó un mensaje radical: “El mismo discurso de las multinacionales de una minería sustentable y responsable, lo repiten Rafael Correa en Ecuador, Juan Manuel Santos en Colombia, Alan García en Perú. Ni Chávez se salva”.

Ganó las elecciones provinciales y en mayo asumió la gobernación de Azuay, haciendo pedazos los pronósticos de las encuestas que pronosticaban el triunfo de políticos tradicionales, y se convirtió en el primer prefecto indígena de la provincia. Antes de dar ese paso, cambió su nombre por Yaku (agua el quechua). El diario local, El Mercurio, asegura que “las líneas discursivas de Yaku calaron profundo tanto en redes sociales como en la esfera pública a través de su austera, pero efectiva campaña”.

Los medios destacan su sencillez, que se moviliza en bicicleta y se ocupa de los problemas rurales, que nadie tiene entre sus prioridades. Recuerdo que en su apasionada defensa del agua, dijo que la realizan “sobre todo las mujeres indígenas que son la clave de esta resistencia”. Agregó algo más que quedó flotando en el aire, en referencia a los objetivos de su pueblo: “Caminamos en las huellas de nuestros antepasados”.

Es probable que la rúbrica definitoria de su gestión, sea la convocatoria de una consulta provincial para frenar la minería metálica en la provincia. Como las instituciones son reacias, a principios de agosto Yaku anunció una minga para recolectar las 65.000 firmas necesarias, es decir el 10 por ciento del padrón electoral de Azuay. Ya hubo un referendo en marzo en su región, Kimsacocha, con un resultado abrumador: el 86 pro ciento de los 15 mil vecinos dijeron no a la mina,

Pese a todo, en los movimientos de base y en las comunidades afectadas por la minería predomina el escepticismo sobre el alcance de cualquier gestión institucional, aún la que ejercen personas como Yaku, surgido del corazón de los movimientos. Cinco siglos aconsejan prudencia y los previenen de cualquier entusiasmo, sobre todo después de experimentar la “revolución ciudadana” correísta, que para muchas comunidades fue más de lo mismo: minería y militares.

Esas mujeres atesoran la memoria colectiva que fluye entre cocinas y chacras, desde las Laureanas hasta las Yoanas; estarán allí, como siempre, atentas y vigilantes, a veces en silencio y otras poniendo el cuerpo, para asegurar que la vida siga siendo vida, o sea pachamama, a pesar de los pesares.

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