Por: Ramiro Ávila Santamaría
Claves para entender por qué
Erik Olin, pensador de la utopía, escribió en su
esclarecedor ensayo “Los puntos de la brújula” que la clave para saber si se es
conservador o de izquierda está en orientarse, definir –como con una brújula–
un norte. El norte es lo que Olin llama “el poder popular”, por oposición al
poder del mercado (privado e individual), y al poder estatal (burocrático y que
representa un grupo de interés), ambos
son depredadores, acumuladores de riqueza, y explotadores. En el Ecuador,
el presidente Rafael Correa ha justificado la reforma constitucional sobre la
reelección indefinida bajo la premisa de que existe una “restauración
conservadora”, a la que presentan como una amenaza para el país, para el
gobierno y para la democracia. Pero algunas políticas del Gobierno nacional no
fortalecen el poder popular –lo que nos llevaría hacia una auténtica y radical
democracia–, sino que son, en realidad, medidas conservadoras.
En un primer momento, la brújula nos indicaba el
camino correcto. La Constitución de Montecristi –que recogió las aspiraciones y
reflejaba las luchas de los movimientos sociales, como se ve en el documental
de Pepe Yépez, Nariz del diablo– fue una iniciativa encaminada a fortalecer el
poder popular. Lo propio podemos decir, sin duda, de la expulsión de la base
militar norteamericana de Manta, que se encargaba de localizar, receptar y
recoger migrantes “ilegales” en el mar y hacer control geopolítico desde el
Ecuador. El indulto a las mulas del narcotráfico y a los defensores de derechos
humanos enjuiciados penalmente, en 2008, fueron también medidas que
beneficiaron al poder popular. En 2009 el presidente Correa prometió que
Ecuador, en un año, iba a ser un país sin presos sin sentencia y declaró la
emergencia carcelaria para mejorar las condiciones de vida de los presos. Con
estos objetivos, la brújula le indica el norte del poder popular. La moratoria
a la deuda externa, la resistencia fundada a firmar tratados de libre comercio
con Estados Unidos y con la Unión Europea (que beneficiaban a determinadas élites
privadas) y poner en el tapete el tema de la circulación de las personas y no
solo la circulación de capital. Las leyes iban encaminadas a fortalecer el
poder popular: la consulta previa, la soberanía alimentaria que prometía una
reforma agraria, la ley de aguas que iba a desprivatizar el control en manos
privadas, la iniciativa Yasuní ITT que estaba encaminada a proteger tanto los
derechos de los pueblos no contactados como los derechos de la naturaleza,
indicaban que el gobierno de Alianza País caminaba hacia la izquierda y a paso
firme. En estos eventos se puede mirar cómo el Estado es una herramienta para
caminar hacia el poder popular, y cómo el mercado es regulado y también
subordinado a este poder.
Hoy, la brújula de la “Revolución Ciudadana” apunta
hacia un lado distinto del fortalecimiento del poder popular. El camino que
está siguiendo el Gobierno es el del fortalecimiento del grupo que está en el
ejercicio del poder estatal y del poder del mercado. Estas son las claves.
El parque Yasuní puede ser visto de dos maneras. La
una es la que ha elegido el presidente Correa: ponerle el precio de dieciocho
mil millones de dólares y decir que con esos recursos se eliminará la pobreza,
se construirán escuelas y hospitales. La otra manera es desde la mirada de
algunas lideresas indígenas, desde los efectos de la explotación petrolera y
desde las consecuencias en los pueblos no contactados. En la primera
perspectiva, los beneficiarios son todas las empresas dedicadas a la actividad
extractiva. La mitad de la inversión en la explotación beneficiaría
exclusivamente a las empresas que construyen la infraestructura petrolera. La
otra mitad, aun suponiendo que se invertirá en escuelas y hospitales, acabará
beneficiando directamente a las empresas constructoras. Desde la perspectiva
del pueblo, la explotación petrolera es una amenaza real que la ha venido
sintiendo desde hace cuarenta años. Alicia Cawiya, mujer waorani que intervino
en la Asamblea Nacional días antes de que se aprobara la explotación del Yasuní,
pidió que no exploten el petróleo,
afirmó que con la presencia de siete empresas petroleras operando en la
Amazonía, “en mayor pobreza hemos quedado”. Además, Alicia cuestionó quiénes
eran en realidad los pobres: los que viven sin dinero o los que necesitan el
dinero para vivir. Por otro lado, como lo ha demostrado el experto en pueblos
no contactados Miguel Ángel Cabodevilla en múltiples escritos, una de las
causas fundamentales para el etnocidio waorani es el petróleo. Los Taromenani y
los Tagaeri viven como en una cárcel, cercados por las petroleras, las
madereras, las carreteras y los colonos. Desde la perspectiva popular, la
explotación de petróleo perjudica a los pueblos indígenas y beneficia a los
empresarios del petróleo.
Según Alberto Acosta, el tratado con Europa
incorpora cuestiones como compras públicas, patentes, derechos de propiedad
intelectual aún sobre conocimientos ancestrales (por eso el presidente Correa
anunció esta como una enmienda más de la Constitución, para reformar la norma
que prohíbe que esos conocimientos sean apropiables), que benefician a agentes
privados del comercio y en consecuencia al mercado. Por otra parte, como sucede
con los TLC con Estados Unidos, y puede ser esclarecedor el caso de México que
ha sido ya evaluado, nuestros campesinos no competirán en igualdad de
condiciones con los agricultores norteamericanos que tienen fuertes subsidios.
Para atender la brújula, la pregunta es ¿quién se beneficia con el acuerdo? Por
un lado, algunas empresas ecuatorianas como las bananeras y quizá algunas
productoras de materias primas; por otro, las empresas dedicadas a productos
competitivos europeos, como el vino, la cerveza, la carne y, sobre todo, las
empresas de intermediación comercial europeas. Entonces, la firma del TLC es un
acto conservador.
En Ecuador, aun en contra de los mandatos
constitucionales, el agua sigue privatizada, no existe distribución de las
tierras improductivas y acaparadas, se ha comprado de forma obligatoria las
renuncias a muchos servidores públicos, se ha expedido el decreto 16 que
permite controlar políticamente a las ONGs y, de hecho, se ha liquidado una
fundación que trabajaba por los derechos de los pueblos indígenas de la
Amazonía (Fundación Pachamama). En 2011
se hizo la primera reforma constitucional. Entre otras, se eliminó la
excepcionalidad de la privación de libertad como pena y como medida cautelar:
ahora tenemos una explosión de personas encerradas, y la mayoría es pobre.
La despenalización del aborto se viene discutiendo
desde 2008. Entonces, la iglesia católica y el presidente Correa amenazaron con
oponerse a la aprobación de la Constitución, si se la incluía. Años más tarde,
a unas asambleístas del partido de gobierno que opinaron (no es que abortaron o
hicieron campaña a favor del aborto) sobre la legalización del aborto, las
sancionaron. Algo parecido ha sucedido con el matrimonio igualitario, y por las
mismas típicas razones patriarcales y conservadoras, las parejas no
heterosexuales no gozan de iguales derechos.
En cuanto al movimiento indígena, ecologista y
estudiantil, y a otros movimientos de izquierda (como el MPD y Ruptura de los
25), no solo que han sido denigrados cada sábado, considerados infantiles y
tirapiedras, sino que, en muchos casos, han sido denunciados, procesados,
enjuiciados y hasta condenados por cargos relacionados con el terrorismo y el
sabotaje. La lista es larga, pero ahí tenemos a los 10 de Luluncoto, a los del
Central Técnico, a los estudiantes del Mejía, del Montúfar, a Carlos Pérez, a
Pepe Acacho, a Javier Jiménez que ha defendido Intag. Los nombres y las luchas
son largas.
La lista de actos conservadores podría continuar.
En algún momento el presidente Correa sostenía que ir con el Banco Mundial era
caminar hacia el subdesarrollo, y ahora ha ingresado de nuevo para colocar
bonos en el mercado internacional, ha negociado con uno de los agentes más
perversos del capitalismo global, Goldman Sachs, gran parte de nuestra reserva
monetaria en oro. Y qué decir del ejercicio de poder personalista que impide e inhibe
el ejercicio de la democracia participativa y comunitaria.
El espacio no da para más, pero lo cierto es que
cuando la brújula no apunta para fortalecer y beneficiar a los pueblos no
contactados, a los pueblos indígenas y campesinos que luchan contra la minería
y el petróleo, a los estudiantes que exigen sus derechos, a los sindicalistas
que piden respeto a sus conquistas históricas, a los ecologistas que buscan un
mundo menos depredador, a un Yasuní que merece ser preservado como un símbolo
de vida y de un modelo no capitalista… La brújula indica que el poder del
Estado beneficia a un grupo de interés y que los ricos son más ricos que antes,
entonces, sin duda alguna, como decía uno de los carteles que vimos en la
marcha convocada por los sindicalistas el 17 de septiembre de 2014, “la
restauración conservadora está sentada en Carondelet”.