La suspensión de
garantías en un verdadero régimen constitucional es una excepción transitoria a
la regla del estado de derecho que defiende y garantiza los derechos humanos
fundamentales y, además, una excepción perfectamente acotada en cuanto a su
alcance, anotaba Mauro González Luna, en el semanario mexicano Proceso, a
propósito de los límites que deben observar las democracias liberales cuando
invocan los estados de excepción.
En
el otro extremo, el jurista alemán Carl Schmitt (1934) sostenía que la excepción
que debiera ser pasajera por su naturaleza misma, se transforma en regla
permanente. Así, el estado garantista de derecho desaparece y surge el estado
del soberano que crea el derecho para enfrentar peligros que se perpetúan para
mantener la excepción como regla.
Desafortunadamente,
esta doctrina jurídica ha inspirado en innumerables ocasiones a decenas de
regímenes democráticos que han invocado el estado de excepción como un
instrumento idóneo, que en realidad debe interpretarse como una anomalía, para
resolver crisis internas o externas de diverso orden y naturaleza que,
presuntamente, han puesto en peligro la propia supervivencia del Estado.
Tanto
es así que la realidad en nuestro hemisferio corrobora esta tesis. Y, quizás,
el ejemplo más dramático es Colombia. Entre 1970 y 1991, este país andino vivió
206 meses bajo estado de excepción y, entre 1949 y 1991, estuvo en estado de
sitio más de treinta años.
Las
normas de excepción eran legalizadas por el Congreso y el Ejecutivo era un
legislador de hecho. Por ello, Mauricio García Villegas y Rodrigo Uprimny,
investigadores de Dejusticia, en Bogotá, acertadamente, sostienen que la
declaratoria y el manejo de la excepción desvirtuaban el sentido y el alcance
de las normas constitucionales sobre la materia, debido a la ausencia total de
un control político y jurídico.
Mientras
tanto, en Ecuador, solamente, entre el 2007 y 2019, han regido alrededor de un
centenar de estados de excepción, a través de decretos emitidos por el
presidente de la República. En su momento, Rafael Correa Delgado, suscribió 89
decretos para enfrentar situaciones de diversa índole.
Y,
en la actualidad, Lenin Moreno Garcés, ha emitido 24 decretos incluidos el del
mes de octubre del año pasado -a propósito de las movilizaciones sociales en
contra del Decreto 883- y su posterior renovación, y los dos últimos decretos
emitidos durante este año, en el marco de la pandemia de la COVID-19.
Sobre el estado de
excepción, la Constitución ecuatoriana establece que el presidente de la República
únicamente podrá suspender o limitar el ejercicio del derecho a la
inviolabilidad de domicilio, inviolabilidad de correspondencia, libertad de
tránsito, libertad de asociación y reunión, y libertad de información (Art.
165).
Previamente, anota que
el estado de excepción observará los principios de necesidad, proporcionalidad,
legalidad, temporalidad, territorialidad y razonabilidad (Art. 164).
La
declaración del estado de excepción debe notificarse dentro de las cuarenta y
ocho horas siguientes a la firma del decreto correspondiente a la Asamblea
Nacional, a la Corte Constitucional y a los organismos internacionales
competentes, entre ellos a la Organización de los Estados Americanos (OEA), en
concordancia con el Art. 27 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos
(CADH).
Este
último procedimiento, además del Ecuador, ha sido acogido por Argentina,
Bolivia, Chile, Colombia, El Salvador, Guatemala, Honduras, Panamá y Perú;
razón por la cual, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha
señalado “la obligación que tienen los Estados de respetar y garantizar los
derechos humanos” y ha llamado a “asegurar que las medidas excepcionales que
sean adoptadas para hacer frente a la pandemia COVID-19 sean compatibles con
sus obligaciones internacionales”.
No
obstante, una vez más, la realidad parece colisionar con las obligaciones que
los Estados -entre ellos el ecuatoriano- han asumido ante la comunidad
internacional, en tanto han suscrito y ratificado la mayoría de los tratados e
instrumentos internacionales de derechos humanos, tanto en el sistema
interamericano como en el universal.
Una
de tantas evidencias es la postura y las medidas administrativas que bajo el
argumento de proteger la salud pública han implementado los Estados de la
región para restringir o impedir los flujos migratorios intrarregionales,
incluida la militarización de las zonas fronterizas, como el denominado “Plan
Espejo”, acordado entre las fuerzas militares de Colombia y Ecuador. O la
movilización de equipos y fuerzas militares del ejército peruano a la frontera
norte con Ecuador, con un propósito similar.
La
CIDH, en su resolución N°1/2020, de abril 10 de este año, recomendaba a los
gobiernos de los Estados miembros de la OEA, entre las medidas destinadas a los
grupos en situación de especial vulnerabilidad (personas migrantes,
solicitantes de asilo y personas refugiadas) a “garantizar el derecho de
regreso y la migración de retorno a los Estados y territorios de origen o
nacionalidad, a través de acciones de cooperación, intercambio de información y
apoyo logístico entre los Estados correspondientes, con atención a los
protocolos sanitarios requeridos […] y garantizando el principio de respeto a
la unidad familiar”.
Sin
embargo, en este contexto, las contradicciones entre las normas y obligaciones
internacionales, y la legislación secundaria y las medidas administrativas
adoptadas, vuelven a ser evidentes. Y uno de los casos emblemáticos es la
emisión, por parte del Ministerio de Defensa Nacional, del Acuerdo Ministerial
N° 179, de mayo 26 de este año, mediante el cual se expide el denominado
“Reglamento de uso progresivo, racional y diferenciado de la fuerza por parte
de los miembros de las Fuerzas Armadas”, norma secundaria, de carácter
administrativo, que contradice los principios y las normas constitucionales y
convencionales.
En
primer lugar, cabe recordar que la norma constitucional establece que “las
Fuerzas Armadas tienen como misión fundamental la defensa de la soberanía y la
integridad territorial”, mientras que “la protección interna y el mantenimiento
del orden público son […] responsabilidad de la Policía Nacional”. La norma es
clara y concisa.
Sin
embargo, el ministro de Defensa Nacional, general (sp) Oswaldo Jarrín Román, ex
profesor y miembro emérito del Centro de Estudios Hemisféricos de Defensa
William J. Perry, ha argumentado en múltiples declaraciones ante medios de
comunicación que las fuerzas armadas requieren una suerte de “protección y
garantías especiales”, luego de su experiencia en las movilizaciones sociales
de octubre del 2019, en cuyo control y represión participaron por mandato del
Ejecutivo.
Este
ministro de Estado parece desconocer que las sentencias de los tribunales
internacionales de derechos humanos tienen preeminencia jurídica sobre normas
secundarias, como el citado acuerdo ministerial N° 179.
Por
ello, en este contexto, merece destacarse la sentencia de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), en el caso Zambrano Vélez y
otros Vs. Ecuador, en la que señala -entre otros aspectos imperativos- que “los
Estados deben limitar al máximo el uso de las fuerzas armadas para el control
de disturbios internos, puesto que el entrenamiento que reciben está dirigido a
derrotar al enemigo, y no a la protección y control de civiles, entrenamiento
que es propio de los entes policiales” y que “el deslinde de las funciones
militares y de policía debe guiar el estricto cumplimiento del deber de
prevención y protección de los derechos en riesgo, a cargo de las autoridades
internas”.
También
cabe mencionarse que la materia que pretende regular el acuerdo ministerial N°
179 es de competencia exclusiva de la Asamblea Nacional, en concordancia con el
principio de reserva de ley. Por tal razón, propuestas de esta naturaleza y
alcances deberán generarse mediante proyectos de reforma del Código Orgánico de
Entidades de Seguridad Ciudadana y Orden Público o de la Ley de Seguridad
Pública y del Estado, y de sus respectivos reglamentos o a través de una ley
especial como la anunciada por la Defensoría del Pueblo.
Por
ahora, desde una perspectiva constitucional y democrática, sólo cabe que el
Ministerio de Defensa Nacional derogue este acuerdo ministerial o, en su lugar
que la Corte Constitucional lo haga en uso de sus atribuciones legales y
constitucionales. –
Por: Pablo De la Vega
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