Escrito por: Lisseth Zhuma Jumbo, Christian Leiva Chamba y, Leduin José Cuenca Macas
La violencia
de género nos afecta a todas las mujeres: a unas de forma más sutil -debido a
la naturalización de la violencia dentro de su entorno-, otras, en cambio de
forma franca, siendo sobrevivientes de
actos violentos, y, lamentablemente, hay víctimas de feminicidios. No
obstante, el nivel de vulnerabilidad a la violencia de género está condicionado
a la realidad material de nuestras realidades distintas y desiguales. De ahí
que, se enfatiza en algunas categorías que están presentes en las interacciones
sociales: la clase, la raza, la etnia, la edad, entre otras. Igualmente, otro
de los aspectos que nos diferencia y desiguala, es el lugar donde vivimos:
sector urbano o rural.
En el contexto de la ruralidad, las mujeres
experimentan su propia realidad, la mayoría de veces de desigualdad, principalmente
a causa de la falta de políticas públicas para cubrir demandas de este sector,
y de igual manera porque aún existe racismo, colonialismo y discriminación, que considera al campo y sus
habitantes como inferiores con respecto a la ciudad.
Por otro lado, el vivir en el área urbana
otorga privilegios que se pregonan para las mujeres, como el autocuidado, el
amor propio y la autoestima, pero que se enuncian en y desde una realidad
distinta. Estos privilegios no logran siquiera reconocer que quienes viven en
el sector rural no solo sostienen la vida de sus familias, también sostienen la
vida de las ciudades. En este caso, vale reflexionar si en el entorno de las
mujeres rurales, donde trabajan hasta 12 horas diarias, cuentan con tiempo de
esparcimiento para el autocuidado: divertirse con las amigas o vecinas, salir a
caminar, maquillarse y vestirse a su gusto, descansar. Así mismo, preguntarse
cuáles serían las actividades que realizan o pueden hacer por fuera del trabajo
diario, que se consideren como parte de esta reivindicación.
De igual forma, el menor acceso a las tierras
se convierte en un limitante importante, que impide que una mujer pueda salir
del círculo de la violencia de género. Así mismo, entre otros factores, no se
puede negar que la falta de acceso a educación disminuye las posibilidades de
que las mujeres rurales ocupen trabajos formales, que impliquen un ingreso
económico suficiente para satisfacer sus necesidades materiales.
Estas reflexiones no intentan victimizar a las
mujeres indígenas, agricultoras,
campesinas, y guardianas del agua y la vida. Al contrario, el objetivo es
visibilizar un contexto diferente y real. De acuerdo a la Estrategia
Agropecuaria del Ministerio de Agricultura del año 2020, en la ruralidad, sólo
el 42% de mujeres ha terminado la secundaria, y un 14.2% son analfabetas;
frente al 10.3% de los varones. Como se señaló anteriormente, esto disminuye la
probabilidad de satisfacción de sus necesidades materiales, y el planteamiento
y alcance de sus objetivos de vida. De esta manera, la gran mayoría de mujeres
rurales solo se permiten concebir como objetivo y plan de vida, el convertirse en madres y esposas, muchas
adolescentes o bastante jóvenes, lo que
puede acrecentar de manera relevante, las posibilidades de involucrarse en una
relación dependiente del varón. De igual forma, estos roles demandan a las
mujeres rurales un trabajo desgastante física y mentalmente, que no es valorado
ni reconocido como socialmente.
En sus roles de cuidado y sostén de la vida,
las mujeres rurales son guardianas de la soberanía alimentaria: el 70% tienen
cultivos diversos en sus fincas; de estas, el 45% vende sus productos en las
propias fincas, generando un ingreso del 53% de su hogar. Por otro lado, si
bien los varones trabajan el campo, lo hacen particularmente en los
monocultivos propios o venden su fuerza para el mismo fin, en otras fincas y
haciendas.
Como se menciona anteriormente, las mujeres
rurales no solo se dedican al trabajo de sus fincas con cultivos y animales
menores, sino que también son responsables de las labores de casa y el cuidado
de la familia. Por su trabajo remunerado y no remunerado, recibiendo un ingreso
mensual de 219 dólares, se calcula que trabajan entre 58 a 82 horas semanales.
En cambio, el trabajo por horas de los varones es menor y sus ingresos más
altos: de 11 a 60 horas semanales y 293 dólares al mes.
En cuanto al acceso a la tierra, según el INEC,
el 36% de las mujeres rurales tiene acceso a la tierra, mientras que los
hombres, el 43%. La desigualdad es mayor cuando se analiza el tipo de
agricultura. Según el estudio Mujeres Rurales y Tierra en Ecuador del FIAN, en
la pequeña agricultura, los hombres tienen el 84% de la tierra y las mujeres
solo el 16%. En la mediana agricultura, la brecha entre hombres y mujeres es
más amplia: 88% y 12%, respectivamente. Y en la agricultura empresarial, la
diferencia es de 9 a 1. Estas cifras demuestran cuán desigual es su relación
con respecto a los varones; puesto que, mientras ellas dedican mayor trabajo al
campo y a la familia, son las que menos posibilidades tienen para acceder a la
tierra, y por ende a financiamiento para potenciar sus actividades.
Es imperante que se desarrollen políticas
públicas que se enfoquen en disminuir de manera acelerada y prioritariamente
estas brechas basadas en género para las mujeres rurales. Pero para los
movimientos sociales es imperante cultivas la auto organización de colectivas
de mujeres rurales, la redistribución de la tierra y la revalorización de los
trabajos de cuidado y sostén de la vida.
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