Por: Alfredo Espinosa Rodriguez
Lo
digo de frentón: los trabajadores no deben renunciar a su dignidad a pretexto
de la crisis económica y política que afronta el país en toda su
institucionalidad. Tampoco pueden estar sujetos a la volatilidad emocional de
sus superiores, quienes en algunos casos normalizaron la verbalización de la
violencia como rutina cotidiana de relacionamiento, pero también de
discriminación entre una elite intelectual y sus simples operarios, quienes
habitan a la sombra del anonimato laboral.
Una cosa
es cierta: la dignidad no puede ni debe estar por debajo de la necesidad. No
obstante, la realidad es otra: trabajadores maltratados que guardan silencio
por miedo a ser despedidos; tele-trabajadores que han permitido el ingreso de
la violencia a sus hogares con gritos, sátiras y analogías ofensivas en cada
reunión virtual, situación que materializa y traslada los agravios de oficina
al mundo abstracto de la digitalidad. Lo cual anula cualquier línea de frontera
entre lo público y lo privado, entre la humillación y la dignidad, entre el
trabajo y la casa, convertida esta última en una suerte de panóptico moderno
resguardado por patronos de distinta estirpe, aunque todos con alma de
celadores.
Ahora ya
no hay tiempo para dilucidaciones existenciales, mucho menos para conservar
intacta la temporalidad familiar. La esquizofrenia laboral de la nueva
normalidad anuló por completo a los trabajadores como sujetos sociales e
institucionalizó un nuevo sistema de control social y físico hacia sus cuerpos,
amparado en el uso enfermizo de la tecnología y la digitalidad. El resultado
salta a la vista: trabajadores agobiados y hostigados, aniquilados en su
autoestima – “quemados” – con patologías físicas y psicológicas que vulneran
cualquier norma básica de salud ocupacional por la sobrecarga de actividades. Aceptar
esto es reconocer que el desempleo puede ser un perjuicio mayor a la
humillación, en un país que no garantiza el derecho al trabajo, ni saca de sus
entrañas las lógicas semi-esclavistas y feudales del relacionamiento laboral.
Frente a esta realidad cabe preguntarse: ¿Dónde quedan las libertades que pregona la democracia de espectáculo? ¿Y los derechos laborales? ¿Se pueden concebir como hasta ahora? ¿Sin respeto? ¿En qué medida la relación dispareja entre dignidad y necesidad es aprovechada por los empleadores que a sabiendas de la crisis económica y la falta de empleo abusan de sus trabajadores explotándolos y ofendiéndolos? La libertad de pensamiento, el derecho al respeto, a la vida privada y familiar, son añorados y valorados por quienes exigen un mínimo de consideración a su dignidad. Principio sin el cual toda prédica sobre derechos, libertades y democracia queda en nada.
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