Por Francisco Escandón Guevara
El
10 de diciembre pasado se conmemoró el Día Internacional de los Derechos
Humanos. Detrás de pomposos discursos, de estadísticas escalofriantes y
costosos eventos, pareciera que la apuesta actual de las élites es la de
castrar el contenido subversivo de los mismos, para disfrazarlos de falsa
neutralidad ascética.
Los Derechos Humanos no constituyen un
catálogo de inmutables utopías, sino son un producto histórico de las
exigencias populares, son una versión actualizada de la lucha de clases en la
sociedad mundial, por ello su carácter es progresivo.
La inicial reivindicación de los
derechos de libertad y participación política fueron resultantes de la lucha
contra la monarquía oscurantista y en oposición a las arbitrariedades del poder
feudal. Así se constituyeron los derechos de primera generación: el derecho a
la vida, a la libertad ideológica y religiosa, a la libre expresión, a la
propiedad, al voto, a la huelga, etc.
Seguidamente, los derechos de segunda
generación corresponden a las demandas de las clases trabajadoras oprimidas en
el capitalismo, a sus exigencias económicas, sociales y culturales para
conquistar una vida digna. Entre ellos se apuntan: el derecho a la educación, a
la salud, al trabajo, a una vivienda digna, etc.
Los derechos de tercera generación,
también llamados derechos de la solidaridad y la paz, son la respuesta popular
a la amenaza de la Guerra Fría que polarizaba a los intereses del imperialismo
norteamericano y del social-imperialismo soviético.
En la actualidad, frente a la emergencia
de problemas ambientales, étnicos, bioéticos
y tecnológicos los pueblos demandan el reconocimiento de los derechos de
cuarta generación (ambiente sano, democratización de software, soberanía del
cuerpo, interculturalidad sin dominación, etc.) que están amenazados por
apetitos monopólicos y conservadores.
Pero la declaratoria de derechos es
insuficiente. Basta mirar la reacción estatal frente a las movilizaciones en
Latinoamérica y el saldo es que la violencia se constituye en un instrumento
común de política pública, tan horrendo que atropella hasta el elemental
derecho a la vida.
Urge recuperar el carácter subversivo de
los derechos humanos para rebasar su mitificación e inaplicación. En esa tarea
son las masas las protagonistas.
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